Tras haber huido de las oleadas de violencia del ejército birmano, más de 900 000 miembros de la minoría musulmana Rohingya de Myanmar languidecen en los campamentos de refugiados de la vecina Bangladés.
Una investigación de la agencia británica de noticias Reuters ha evidenciado recientemente que el Gobierno de Myanmar está tomando medidas que amenazan con hacer permanente la purga de los Rohingya.
La Organización de las Naciones Unidas (ONU) y el Gobierno birmano habían acordado la repatriación de unas 2000 personas en noviembre. Pero el plan fracasó porque no les iban a dar permiso para ir a sus propios hogares. ¿El motivo? Porque los budistas han destruido las casas de los Rohingya y confiscado sus posesiones.
Las imágenes de satélite muestran una transformación dramática de las áreas donde los Rohingya vivieron en el estado occidental de Rajine, en Myanmar, antes de que el Ejército los expulsara.
Cientos de casas nuevas se están construyendo en aldeas donde alguna vez residieron los Rohingya. Muchas de estas aldeas fueron quemadas, luego aplanadas y desarraigadas por excavadoras.
Las fuerzas de seguridad también están construyendo nuevas instalaciones en estas áreas. La ONU reconoce, además, que, sobre el terreno, las cosas no pintan nada bien.
A estas alturas, la presión de la comunidad internacional para poner fin a este genocidio en pleno siglo XXI parece no surtir efecto. Sin identidad, nacionalidad u hogar, los Rohingya están ante un callejón sin salida, sin futuro por delante y sin vuelta atrás. A menos que el mundo, unido, corra a su socorro.
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