(16/05/17 - Venezuela, Opinión, *Por Marcelo Colussi)-.El proceso abierto en 1998 con la llegada al Poder Ejecutivo de Hugo Chávez a través de elecciones democráticas, cambió el panorama en Venezuela, y en buena medida, en toda la región latinoamericana.
La llegada al poder de Chávez, sin embargo, no fue una revolución popular, socialista, espontánea, como las que se dieron a lo largo del siglo XX en Rusia, China, Cuba, Vietnam o Nicaragua. En realidad fue un proceso sui generis donde un militar formado en el anticomunismo de la Doctrina de Seguridad Nacional (paracaidista de los cuerpos de élite de las fuerzas armadas), sin preparación marxista, profundamente cristiano, se montó en el descontento popular que venía dándose desde 1989 con el Caracazo (primera reacción popular en toda América Latina a los planes neoliberales que se comenzaron a aplicar siguiendo recetas del Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial (BM), violentamente reprimido por el gobierno de Carlos Andrés Pérez con una cauda nunca determinada de muertos que varía, según las apreciaciones, de 2000 a 10.000).
Retomando la ira popular ante esas medidas netamente impopulares, y con un mensaje moralizante, Hugo Chávez llegó a la presidencia. A partir de un discurso centrado en la lucha contra la corrupción, Chávez ganó las elecciones y comenzó a construir un proyecto nacionalista. Para sorpresa de todos, aún de la misma población que lo había votado, rápidamente comenzó a hablar de un nuevo socialismo, formulando la crítica del socialismo real, ya caído para ese entonces. Fidel Castro inmediatamente le tendió una mano -o más bien aprovechó la circunstancia de encontrar un aliado latinoamericano que le ayudara a salir del “período especial”-, con lo que el discurso chavista fue tornándose más radicalizado, más “cubanizado”. Pero nunca hubo un planteo estrictamente socialista, marxista.
En sus alocuciones -y en su práctica política- Chávez ponía en un pie de igualdad las figuras de Ernesto “Che” Guevara y de Cristo, citando indistintamente la Biblia o un texto del comunista ruso Plejánov. Él mismo dijo muchas veces explícitamente que no era marxista. Su plan de gobierno era una mezcla voluntarista de “buenas intenciones”, más cerca de la socialdemocracia o la caridad cristiana que de un proyecto revolucionario. Lo cierto es que las circunstancias lo fueron convirtiendo en un líder increíblemente popular, con gran arraigo dentro y fuera de su país, siendo una figura mediática como pocas veces se dio en la historia, venezolana o mundial.
Todo lo anterior es, en definitiva, la Revolución Bolivariana: una indefinición ideológica asentada en gran medida en la figura de un líder carismático. Con esa dinámica, el proceso venezolano cursó varios años, con importantes avances para el campo popular (sustanciales mejoras en los niveles de vida a partir de una más equitativa distribución de la renta petrolera del país), pero sin tocar nunca los resortes últimos del capital. En el momento de morir, Chávez -que pasó a ser figura sempiterna del proceso, abriéndose forzosamente la pregunta de si puede haber socialismo basando en el culto a la personalidad de un dirigente-, designó “sucesor”. Nicolás Maduro, un ex sindicalista que proviene de las filas del Partido Socialista, fue el ungido.
Hoy día la revolución sigue en pie, aunque muy atacada (o quizá muy débil) en sus cimientos. Puede decirse que en Venezuela hoy se libra una guerra. Pero para ser exactos, hoy por hoy se acrecienta una guerra que, en realidad, se viene librando desde hace años.
No hay dudas que recientemente esa guerra alcanzó niveles monstruosos: la derecha se siente cada vez más envalentonada, y las provocaciones -ya con más de 30 muertos como resultado- se pueden encaminar a una abierta intervención extranjera, amparada en la Carta Democrática de la OEA, quizá, permitiendo acciones militares incluso. El desgobierno y el estado de volatilidad al que se está llevando al país evidencian una situación de caos como nunca antes se había dado. El recuerdo de lo hecho por Estados Unidos en Irak o en Libia, provocando virtuales guerras civiles con el destronamiento de sus líderes (Saddam Hussein o Muamar Gadafi respectivamente) acude de inmediato a la memoria. Tal vez algo así tiene pensado el Pentágono para el país caribeño. La población de a pie, como siempre, es quien paga las consecuencias.
Las usinas ideológico-mediáticas del capitalismo global llevan ese estado de caos a una dimensión apocalíptica, presentando la situación como una “dictadura” sin precedentes, donde la población está siendo masacrada, con mensajes que recuerden los más encarnizados momentos de la Guerra Fría. El “castro-comunista” presidente venezolano está reprimiendo en forma sanguinaria, parece ser el mensaje. Una cohorte de agentes anti-bolivarianos (locales e internacionales) constituye la caja de resonancia de esa escenificación. La caída del “villano” se anuncia cercana. Y los muertos y heridos siguen, mientras continúa el desabastecimiento provocado, la zozobra, la violencia manipulada.
Pero seamos claros: la guerra en cuestión no es sólo la situación de ataque económico y saboteo a la que se ve sometido el gobierno de Nicolás Maduro en este momento puntual, con el acrecentamiento sanguinario de grupos que crean caos e ingobernabilidad. La guerra está desde el momento mismo en que Hugo Chávez puso en marcha un proceso en que se pretendió tocar las estructuras de la sociedad, empezando por repartir más equitativamente la renta petrolera, abriendo un discurso con sabor cubanizado.
El actual ataque que sufre el proceso bolivariano es la profundización de una lucha eterna que, siendo consecuentes con el análisis del materialismo histórico, ha existido siempre en todos estos años de intento de transformación. La guerra que vive la Revolución Bolivariana, ahora claramente con armas de fuego y provocaciones cada vez más subidas de tono, es la misma que padeció cualquier país que intentó salirse de los dictados de la “normalidad” capitalista, en general manejada desde las sombras por Washington: durante 64 años Corea del Norte, durante más de 50 años Cuba, durante 60 años Palestina, durante 38 años Irán. Dicho de otro modo: la guerra actual es una expresión de la lucha de clases que siempre estuvo presente, desde que Chávez empezó a hablar de socialismo, desempolvando un término que, en medio de la marea neoliberal, parecía condenado al olvido.
Vale la pena preguntarse, con sentido crítico y constructivo, por qué no se tomaron las precauciones elementales para librar esa guerra si se sabía que el enemigo siempre ha estado y estará ahí. Un proceso que se pretende socialista sólo se puede fortalecer -dicho de otro modo: sólo se puede ganar esta guerra- con más socialismo, nunca con menos. La “revolución bonita”, pacífica, tranquila, y más aún las concesiones a la derecha, sientan las bases para la contrarrevolución feroz.
La lucha de clases, motor de la historia -en Venezuela y en cualquier parte del mundo- siguió estando siempre al rojo vivo. En realidad, nunca se enfría. Lo que sucede en el país responde en muy buena medida a una agenda fijada por la Casa Blanca y los grandes grupos de poder estadounidenses, que ven la posibilidad de perder una gran reserva de petróleo que necesitan con desesperación. Ahora, con estas iniciativas desestabilizadoras que está tomando la derecha nacional apoyada por el gobierno norteamericano, con formas crecientemente agresivas ya no solo centradas en la esfera económica sino con abiertas acciones armadas a través de grupos provocadores, la lucha cobra mayor fuerza. Pero todo esto no es muy distinto, en esencia, de todos los ataques que ha venido sufriendo la Revolución Bolivariana en su historia: intentos de golpe de Estado, paro petrolero, “calentamiento” de calle, desabastecimiento, mercado negro, continua agresión mediática, desprestigio internacional, escaramuzas armadas esporádicas, sabotajes varios.
El intento del gobierno de Estados Unidos es detener de una buena vez por todas el proceso nacionalista/socialista que está teniendo lugar en Venezuela para asegurarse la reserva de petróleo conocida más grande en la actualidad. La voracidad imperial necesita de ese oro negro como su oxígeno vital, y por nada del mundo está dispuesto a perderlo. Y ahí viene el choque: con Chávez se inició ese confuso proceso del socialismo del siglo XXI. Con Maduro continuó, y el ataque de la derecha se tornó más despiadado. Ahora bien: un socialismo jaqueado sólo podrá vencer no con concesiones y titubeos a la derecha, sino con más socialismo. ¿Cómo pudo reconstruirse la Unión Soviética devastada por la terrible Segunda Guerra Mundial, para llegar a ser superpotencia pocos años después? Con más socialismo. ¿Cómo pudo Vietnam salir airoso de la tremenda guerra de agresión que sufrió? Con más socialismo. ¿Cómo pudo Cuba soportar el “período especial” una vez desaparecida la Unión Soviética? Con más socialismo. Las concesiones y titubeos no llevan por buen camino. O, en todo caso, dan pie a más agresiones, a más ataques.
¿Qué puede pasar ahora en el país caribeño? El proceso está complicado, y las opciones parecen solo dos: o se profundiza realmente la vía socialista o, como dice Atilio Borón: “El triunfo de la contrarrevolución convertiría de hecho a Venezuela en el estado número 51 de la Unión Americana, y si Washington durante más de un siglo ha demostrado no estar dispuesto a abandonar a Puerto Rico, ni en mil años se iría de Venezuela una vez que sus peones derroten al chavismo y se apoderen de este país y su inmensa reserva petrolera. (…) La derrota de la revolución se traduciría en la anexión informal de Venezuela a Estados Unidos”.
No cabe ninguna duda que luego de décadas de capitalismo salvaje, extinguido el campo socialista soviético, las ideas de justicia social y lucha por un cambio revolucionario de la sociedad quedaron debilitadas. Obviamente las luchas de clases no terminaron, pero el discurso conservador dominante intentó pasar al baúl de los recuerdos todo lo que tuviera que ver con “socialismo”, “revolución obrera y campesina”, “poder popular y socialización de los medios de producción”, “lucha antiimperialista”. Fue la llegada de Hugo Chávez lo que permitió desempolvar esos anhelos. El proceso que él iniciara revitalizó esas dormidas y muy golpeadas esperanzas. La historia, por supuesto, no había terminado. El campo popular allí siguió estando, resistiendo como pudo las políticas neoliberales, diezmado, desorientado en su lucha política. Eso fue lo que posibilitó la aparición de un líder como Hugo Chávez. El Caracazo y las luchas populares fueron su preámbulo.
Es en esa lógica, a partir de ese nacionalismo provocador que se inicia con el Caracazo y se continúa con la llegada a la presidencia de Chávez, que el caso de Venezuela representa una “piedra en el zapato” para Washington, dadas las enormes reservas de hidrocarburos que atesora, botín que el imperio no va a perder. Ese pareciera el elemento principal a considerar para entender la situación actual del país; un gobierno nacionalista que quiere manejar autónomamente sus recursos, y si a eso se suma un presidente díscolo que puede tratar de “diablo” en la cara al primer mandatario de la primera potencia mundial (a George Bush en las Naciones Unidas: “huele a azufre”), llamando a una unidad latinoamericana con un talante al menos no capitalista, el resultado es lo que vemos: el imperio muestra los dientes. La derecha local, en este momento nucleada en la Mesa de la Unidad Democrática -MUD- es solo su peón, su operador en el terreno.
Ahora, dado que la coyuntura lo fue haciendo posible, la Casa Blanca ya se permite hablar abiertamente de una intervención: “Venezuela atraviesa un período de inestabilidad significativa el año en curso debido a la escasez generalizada de medicamentos y comida, una constante incertidumbre política y el empeoramiento de la situación económica”, declaró recientemente el Jefe del Comando Sur, Almirante Kurt Tidd, en su informe al Comité de Servicios Militares del Senado estadounidense. Por ello, según la estrategia que el país del norte tiene trazada, consistente justamente en crear ese escenario de caos, “la creciente crisis humanitaria en Venezuela podría obligar a una respuesta regional”, léase: acción militar multilateral bajo el paraguas de la OEA quizá, liderada por la Casa Blanca.
En realidad, el proceso de transformación iniciado por Hugo Chávez, y tibiamente continuado por Maduro, con más concesiones que verdaderos avances socialistas, tiene como soporte ideológico una mezcla algo ambigua de socialdemocracia, voluntarismo, caridad cristiana y, por allí, algunos chispazos inspirados en el materialismo histórico. Las concesiones actuales pueden llegar a ser groseras: “Destacan políticas como la creación de las Zonas Económicas Especiales, las cuales representan liberalizaciones integrales de partes del territorio nacional, una figura que entrega la soberanía a los capitales foráneos que pasarían a administrar prácticamente sin limitaciones dichas regiones. Se trata de una de las medidas más neoliberales desde la Agenda Venezuela implementada por el gobierno de Rafael Caldera en los años 90, bajo las recomendaciones del Fondo Monetario Internacional”, analiza acertadamente Emiliano Teran Mantovani.
No hay duda que las clases populares, los eternamente excluidos y olvidados -el “pobrerío” en sentido amplio, para decirlo con un término quizá no marxista- con el proceso bolivariano se comenzaron a sentir protagonistas de su propia historia. El poder popular, al menos en parte, comenzó a ser un hecho: los “negros de los barrios” con la Revolución Bolivariana pudieron comenzar a entran triunfantes al Teatro Teresa Carreño, otrora un ícono de la oligarquía vernácula. Y las condiciones de vida mejoraron ostensiblemente (salud, educación, salario, vivienda, acceso a la recreación, lucha contra el patriarcado, etc.). Pero el ciclo de bonanza terminó. Los precios a la baja del petróleo (manipulados por las bolsas de valores imperiales) no permitieron seguir con la misma intensidad los programas sociales. Si a eso se le suma el avance sanguinario de la derecha, el paisaje actual abre un angustiante interrogante de qué sucederá en con esta peculiar revolución en marcha.
Pareciera que la revolución nunca tuvo claro (y parece que no lo tiene tampoco ahora) qué es eso del socialismo del siglo XXI. Que el enemigo de clase reaccione es lo esperable (¿por qué no habría de hacerlo?, pues la “guerra” no comenzó con el mercado negro, la especulación y el desabastecimiento actuales: la guerra es la lucha de clases, siempre presente desde que hay sociedades con propiedad privada). La otra parte del problema está del lado del movimiento bolivariano: ¿hacia dónde se quiere ir realmente?
Si esto no está precisamente definido, será difícil cuando no imposible, seguir caminando. El proyecto económico de la revolución es algo incierto, confuso incluso: ¿es socialista? ¿Es socialdemócrata? ¿Capitalista con rostro humano? ¿Control obrero de la producción o asistencialismo gubernamental?
Todo ello abre la pregunta respecto a qué se ha estado construyendo estos años, lo cual lleva a conclusiones inexorables: 1) la economía, y el Estado que la administra, siguen siendo capitalistas. Y, no menos importante, 2) no se salió nunca del rentismo petrolero. He ahí un cuello de botella ineludible. Superar eso es la clave para ganar la actual avanzada desestabilizadora. O, dicho de otro modo, para profundizar, de una buena vez por todas, la revolución y construir el socialismo.
Históricamente la riqueza generada por la producción quedó mayormente en manos de la clase dirigente nacional: una burocracia tecnocrático-petrolera y un empresariado nacional poco productivo (en menor medida agrícola-industrial, fundamentalmente de servicios), o retornaba a las casas matrices de las corporaciones multinacionales que operan en territorio venezolano. Muy buena parte de esa renta iba destinada a un consumo en cierta forma irracional, suntuario (los pechos de silicona y la cultura de las Miss Universo son un patético síntoma). Con el proceso bolivariano todo ello no cambió sustancialmente, pero sí en parte la forma en que se repartía la renta, por cuanto comenzó a llegar algo más a los desposeídos de siempre. Por eso la derecha reaccionó (por razones tanto económicas como viscerales, ideológicas). De todos modos, los mecanismos últimos de la economía (la propiedad de los medios productivos) no se expropiaron. Y lo mismo pasó con el sistema financiero. Es decir: un socialismo excesivamente tibio, un socialismo que nunca fue tal, en sentido estricto.
La edificación de una sociedad nueva, con dignidad para todos, sostenible y respetuosa del medio ambiente, no se puede hacer sobre la base de la monoproducción, de la venta de petróleo, quedando el país en dependencia casi absoluta de la industria y la tecnología extranjeras, incluida también la seguridad alimentaria. Muchos menos aún: no se puede hacer sobre un modelo capitalista. Eso tiene sus límites inexorablemente.
Las situaciones límite, tal como pareciera que ahora se ha ido creando en el país, fuerzan ineludiblemente respuestas decisivas, terminantes. Son horas definitorias; las medias tintas ya no son posibles. El actual llamado a una Asamblea Constituyente que hace la dirección bolivariana en el medio de la crisis no queda claro si es un “manotazo de ahogado” o un mecanismo para ganar tiempo. Sectores de izquierda crítica, que siempre han apoyado la Revolución, ahora lo adversan. Como medida política, abre interrogantes.
Está claro que la Revolución está en aprietos. Medidas socialistas que se deberían haber tomado años atrás -control obrero de la producción, milicias populares, diversificación productiva, reforma agraria, profundización real del poder popular- pueden ser el camino. La tibieza, en este momento, puede ser el preámbulo del envalentonamiento final de la derecha.
Una “revolución bonita”, que no apela a medidas enérgicas anticapitalistas de claro e incuestionable contenido popular, con acciones más reactivas que propositivas, puede haberse cavado su propia fosa, justamente por su tibieza, por sus indefiniciones. Pero tal vez es el momento de profundizar ese socialismo del Siglo XXI que nunca quedó claro en qué consiste. Es hora, tal vez, de definirse con claridad. Solo eso podrá impedir retroceder lo avanzado y pasar a ser ese Estado 51 de la Unión Americana.
Como dijo Rosa Luxemburgo analizando la revolución bolchevique de 1917: “No se puede mantener el “justo medio” en ninguna revolución. La ley de su naturaleza exige una decisión rápida: o la locomotora avanza a todo vapor hasta la cima de la montaña de la historia, o cae arrastrada por su propio peso nuevamente al punto de partida. Y arrollará en su caída a aquellos que quieren, con sus débiles fuerzas, mantenerla a mitad de camino, arrojándolos al abismo”.
En conclusión: el socialismo sólo puede mejorarse con ¡más y mejor socialismo! Ahora es cuando, ahora es el momento decisivo. Quizá, lamentablemente, haya que decir: ahora… o nunca.
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